lunes, 27 de mayo de 2013

Paradojas de la vida

-          Tío, ¿pero por qué bebes?

-          Porque me gusta.

-          ¿Y al principio también te gustaba?

-          No, pero ahora sí.

-          Ya… ¿Y por qué empezaste?

-          Pues porque te lo pasas mejor.


Y aquí es cuando dejo de entender la inteligencia humana en tantas ocasiones que he tenido conversaciones semejantes. ¿Así que bebemos para pasárnoslo mejor? Interesante.  La discusión seguiría así:


-          Bueno, ¿y qué es lo que haces bebiendo que no habrías hecho sin beber?

-          Pues no sé. Me suelto más… No soy tan tímido…

-          Vamos, que dejas de ser tú.

-          No tío, tampoco te pases.

-          ¿Por qué me paso?

-          Porque sí que soy yo, solo que más suelto.

-          Pero espera: si sigues siendo tú, ¿por qué no fuiste tú sin beber?


En este momento, los argumentos oponentes dejan de tener sentido, o simplemente se repiten en lo mismo.

Las conclusiones que saco son sencillas. Bebo para hacer cosas que no querría hacer sobrio, o por lo menos que no me atrevería. Dicho de otra forma, cuando pienso me doy cuenta de las cosas que no hay que hacer, pero bebo para hacerlas, porque en el fondo quiero. El problema de esto, es que sabemos a lo que nos exponemos en ese estado. Pero claro, “yo soy consciente de todo…” ¡Mentira! Si fuéramos conscientes no beberíamos.

Tampoco es cuestión de ponerse radicales, un vaso de vino al día es muy saludable. En realidad el alcohol no es malo, todo lo contrario, es buenísimo, pero en su justa medida, ahí está el dilema. Puedes considerarte la excepción, y sentirte orgulloso de ello.

No es cuestión de echarse flores, pero en esta sociedad tan superficial destacas incluso por creer en Dios. Qué conformistas somos…

Que absurdo es utilizar un instrumento como el alcohol, que aparentemente da placer, y lo único que hace es quitarnos la libertad.







Jacobo Vázquez Martínez-Echevarría