-
Tío,
¿pero por qué bebes?
-
Porque
me gusta.
-
¿Y
al principio también te gustaba?
-
No,
pero ahora sí.
-
Ya…
¿Y por qué empezaste?
-
Pues
porque te lo pasas mejor.
Y aquí es cuando dejo de entender la
inteligencia humana en tantas ocasiones que he tenido conversaciones
semejantes. ¿Así que bebemos para pasárnoslo mejor? Interesante. La discusión seguiría así:
-
Bueno,
¿y qué es lo que haces bebiendo que no habrías hecho sin beber?
-
Pues
no sé. Me suelto más… No soy tan tímido…
-
Vamos,
que dejas de ser tú.
-
No
tío, tampoco te pases.
-
¿Por
qué me paso?
-
Porque
sí que soy yo, solo que más suelto.
-
Pero
espera: si sigues siendo tú, ¿por qué no fuiste tú sin beber?
En este momento, los argumentos
oponentes dejan de tener sentido, o simplemente se repiten en lo mismo.
Las conclusiones que saco son
sencillas. Bebo para hacer cosas que no querría hacer sobrio, o por lo menos
que no me atrevería. Dicho de otra forma, cuando pienso me doy cuenta de las
cosas que no hay que hacer, pero bebo para hacerlas, porque en el fondo quiero.
El problema de esto, es que sabemos a lo que nos exponemos en ese estado. Pero
claro, “yo soy consciente de todo…” ¡Mentira! Si fuéramos conscientes no
beberíamos.
Tampoco es cuestión de ponerse
radicales, un vaso de vino al día es muy saludable. En realidad el alcohol no
es malo, todo lo contrario, es buenísimo, pero en su justa medida, ahí está el
dilema. Puedes considerarte la excepción, y sentirte orgulloso de ello.
No es cuestión de echarse flores,
pero en esta sociedad tan superficial destacas incluso por creer en Dios. Qué conformistas somos…
Que absurdo es utilizar un
instrumento como el alcohol, que aparentemente da placer, y lo único que hace
es quitarnos la libertad.