martes, 29 de septiembre de 2015

Una colombiana voluntaria



     -¿A cuál vamos ahora?

     -No sé, antes he elegido yo. Te toca.


     -Está bien. Vamos a esa –señalé sin criterio alguno.


Tras mi dedo índice, se dibujaba una chabola minúscula con paredes de latón y techo de uralita, que parecía se iba a derrumbar de un momento a otro. Ni siquiera unos cimientos salvarían aquellas cuatro paredes en una tarde de lluvia con ventisca algo potente.

Sin embargo, una semana y media vislumbrando valles llenos de hogares con circunstancias similares impedían ahora que nos sorprendiera lo que se presentaba ante nosotros.

     -Agárrate a esta roca, que como te caigas la torta puede ser monumental –me advirtió María con su oportunidad acostumbrada.

     -¡Madre mía! Como no viva aquí un escalador de un 8.000 no entiendo nada –comenté sarcásticamente.

     -Sí, es cierto que tener que subir a tu casa escalando a cuatro patas no debe ser lo más cómodo para vivir –aclaró Marta.

     -Y yo quejándome de vivir en un cuarto piso...

     -Pues ya sabes María, en cuanto llegues a Madrid, a besar los escalones de tu casa – apuntamos entre risas.

Ayudados los unos de los otros, entre rocas y arena resbaladiza, conseguimos llegar a unas escaleras artesanales hechas con neumáticos llenos de tierra colocados hábilmente hasta alcanzar una llanura.

     -Bueno María, prueba a empezar tú esta vez.

     -Está bien, pero vosotros dos a mi lado.

No hizo falta llamar a la puerta. Agarrada a una de las paredes, con el rostro junto a las manos, se presentó una joven con cabello largo y castaño, casi difuminado con el color de la piel, marrón chocolate, que alcanzaba su máxima oscuridad en el iris de sus enormes ojos. Su nariz achatada junto a sus altas mejillas del mismo color, contrastaban con una sonrisa que contagiaba tan solo con mirarla. El torso revelaba una fuerza necesitada probablemente para ayudar a construir y trabajar, y unas anchas caderas presidían las piernas propias de quien tiene un K2 como camino a casa, acorde a sus curtidos pies descalzos y descuidados. Sin dejar de revolotear sus rechonchos dedos de los pies, se dirigió a los tres gringos de enfrente.

     -¡Buenos días!

     -Hola, ¿qué tal? Buenos días –empezó María sin esperar respuesta–, somos un grupo de españoles que hemos venido a Santa Marta a pasar el mes de Julio, vamos visitando las casas de algunos barrios, y esta semana estaremos aquí en...

     -Pasen, pasen. Entren si quieren –cortó la samaria.

Nos encontramos una casa tan pequeña como desvelaba desde el exterior. Tras una pared interna inacabada se descubría lo que podía llamarse una cocina, que también cumplía función
de armario. El resto de la vivienda consistía en un par de camas situadas una enfrente de la otra con dos colchones amarillos agujereados y numerosos peluches, juguetes, medios pares de zapatos y algún vaso de plástico distribuidos por la cama y el suelo. Viendo cómo la joven se sentaba en una de las camas y esperaba lo propio, nos apretamos los tres en uno de los colchones, mientras María continuaba:

     -Muchas gracias, ¿cómo se llama usted?

     -Yisney

Una vida más. Un alma más, esta vez con esa firma tan original: Yisney. La conversación transcurrió como las habituales, le explicamos quienes éramos, cuál era nuestra labor en Colombia y por qué estábamos allí. Nos ilusionó con los sitios que teníamos que visitar, y nos habló de ella y su familia: tenía diecinueve años, sus padres les había abandonado a ella y a sus tres hermanos pequeños hacía tiempo, y ahora se encargaba de ellos como podía. Lo dicho, hasta aquí, nada extraordinario para ser una historia escuchada en Santa Marta. De hecho, nada de lo que salió en la conversación escapaba de lo común. Ninguna historia trágica, por lo menos a la vista. No había familiares asesinados, niñas violadas o en la prostitución. Esta vez no. Esta vez no se trataba del qué, sino del cómo. No impresionaba el contenido, tanto como las formas.

Hablando de nuestros proyectos por el mundo, comentó con una decisión aplastante:

     -Mi sueño es ir Brasil, lo he visto tantas veces en el televisor y es tan hermoso... No podré ir hasta dentro de unos años, pero acabaré yendo. Da igual cómo: iré. Llevaré a mis hermanos si hace falta, a ellos seguro que también les gusta, ¿a quién no le puede gustar un país así? Además, allí las cosas están mucho mejor que acá, de pronto podré encontrar trabajo.

     -Pero... ¿cómo te vas a comunicar allí? –interrumpí intrigado.

     -Llevo dos años estudiando portugués por mi cuenta. Conocí a una monja que sabía hablarlo y le pedí que si me lo podía enseñar. Tres días a la semana, hablo con ella dos horas y lo voy aprendiendo, ya se mantener una conversación bastante bien.

Tras la comprobación de Marta, conocedora del idioma, de su nivel, me vino rápido un pensamiento a la cabeza: “He aquí una mujer que lucha por un sueño. Una mujer que no acepta la realidad en la que vive; se enfrenta a ella, y se dispone a superarla. Es pobre y no tiene nada más que tres críos de los que hacerse cargo, y una casa que se cae a trozos. Le da igual, no es motivo para derrumbarse, es más, es causa de su idealismo.”
No me explicaba este comportamiento: ¿cómo alguien de semejantes condiciones era capaz de soñar de esa manera? Pronto entendí la razón.

La conversación avanzaba y el ritmo era cautivador, teníamos miedo a interrumpirla, sólo queríamos escuchar a Yisney. Hablando de las condiciones de su barrio, comentó la siguiente reflexión:

     -Mirad por la puerta. Este valle está lleno de casas, y algunas de ellas con familias más pobres que la mía. Si de pronto me toca la lotería, obviamente lo que haría sería salir a la calle y compartirla con todos mis vecinos, porque sé que es Dios quien me ha premiado con ella. Si tengo un trabajo que me da mucha plata, la compartiría con el barrio, porque no es mérito mío, es Dios quien me la da. Yo sé que lo poco que tengo me lo ha dado Dios, y acá en Santa Marta la gente no tiene muchas cosas ni vainas, por eso estamos tan apegados a Dios, porque es el Único que no nos va a fallar nunca. Yo sé que mi Dios me cuida y me quiere, por eso soy feliz. No necesito nada si le tengo a Él. Hay gente rica que se pone triste cuando se le rompe el carro o le quitan la casa, porque piensan que eso lo han conseguido ellos, y no saben que fue Dios quien se lo dio, pero yo rezo por ellos.

Diecinueve años y con esa fe aplastante. Jamás había visto semejante fuerza en cada palabra. Me lo habían repetido tantas veces: “No hay que apegarse a las cosas, hay que fiarse de Dios...” No era suficiente. Había que escuchar la convicción de Yisney en sus ideas para creerlo. Esto es lo que el mundo necesita: jóvenes enamorados de Dios, de la vida. Yo presumo de ir a Misa y hacer un rato de oración, y me muero si se pierde mi móvil. Yisney no tiene padres, dinero ni un hogar decente, y se ilusiona con descubrir Brasil, se convierten sus ojos en cristales al afirmar que Dios le ama, que es hija suya. Realmente, Yisney ha encontrado la felicidad en una miseria de barrio.

Llegué a Santa Marta con la idea de cambiar a la gente, qué inocente... Quizás tenga que ser Yisney la voluntaria y yo el pobre universitario que acude a aprender lo que es la vida, que tenga el placer de saberme hijo de Dios, y que obtenga el privilegio de conseguir ser feliz.