Y ha sido... no sé, ha sido nuevo.
Al principio me ha entrado vergüenza. No lo entiendo. Como cuando te cruzas la mirada con la niña en la que te has fijado, y rápidamente la apartas inútilmente convencido de que no te ha visto mirarla. Así me he sentido yo al verme. Pero luego me he dado cuenta de que era yo a quien miraba, y no he encontrado motivos para avergonzarme.
O sí... No lo sé.
Ha sido nuevo.
Luego me he enfrentado a mí, y me he preguntado quien era, y qué quería hacer con mi vida. De pronto, me he proyectado en la puerta del edificio de mi trabajo, poniendo a prueba mi cuello buscando el final del rascacielos*, preguntándome si eso era lo que quería hacer con mi vida -como me sugirió una amiga el otro día-, si ahí quería estar y si ese iba a ser yo en un futuro. Luego, sin llegar a responder, me he visualizado entrando en el edificio, un día más.
Y he seguido mirándome. Me costaba. Me intimidaba verme. No tenía escapatoria. No podía ocultarme nada, era yo.
No podía fingir, me conocía demasiado bien, y en caso de que hubiera fingido, no me lo habría creido.
Y he seguido mirándome, y me ha dado miedo el poder de una mirada. Me ha parecido gigante, un mundo. Aquellos iris tenían más colores que un triste y seco marrón, como pensaba que eran mis ojos. Iris que advertían de la inmensa fuerza a la que rodeaban: mis pupilas, más oscuras que nunca. Eran dos agujeros negros en los que no me atrevía a entrar por miedo a no poder salir.
Y me he dado cuenta de que no miro. Nunca. No entro en nuevos mundos, sino que veo rostros desde el mío, nada más. Y me ha dado pena.
De pronto, todo parecía tan fácil. No hacía falta hablar para entender.
Tan solo había que mirar.
*Nota: ¿Será que construimos hacia arriba para huir de la crudeza de lo terrestre? O ¿es que nos identificamos con esa altura y nos creemos por encima del resto? Ojalá solo sean edificios.